jueves, 19 de noviembre de 2009

Si es verdad que el famoso black-out (el oscurecimiento total) en que cayó una basta área metropolitana de los Estados Unidos hace unos años y cuyas razones jamás fueron totalmente aclaradas, fue causa –según se leyó en los periódicos – de una explosión eufórica (“an almost cosmic joy swept over all the darkened cities” [Robert Smithson]), el fenómeno debe hacernos reflexionar seriamente. Quizá los hombres, durante un breve periodo, antes de preguntarse cuál era el origen del episodio, y cuáles sus consecuencias, se sintieron repentinamente ”liberados” (léase como colectivamente liberados) de una de las más difundidas y constantes “comodidades” de la vida cotidiana; privados de la iluminación, de la radio, de los ascensores, pero finalmente restituidos, al menos por un lapso de tiempo (¡pero también podía ser para siempre!), a las que habían sido las condiciones de la época pre-eléctrica y, como dije, “colectivamente”. La ausencia de luz, de energía eléctrica, en un apartamento, en un edificio, en un barrio, tiene un efecto totalmente distinto, pero la sensación de hallarse comunitariamente en la misma condición negativa quita a la condición todo aspecto desagradable (salvo, desde luego, para los infelices encerrados en el metro y en los ascensores). Creo que algo semejante sucedería si realmente, por alguna intervención de la ciencia ficción, faltara repentinamente en todo el mundo alguna de las grandes posibilidades tecnológicas que constantemente utilizamos.

Vale decir que el hombre está demasiado habituado a depender completamente de lo que la civilización pone a su disposición para percatarse de ello, y pierde también todo impulso de crear, de inventar aquellos recursos que de otro modo podrían empujarlo a actuar. Por otro lado, el repentino restablecimiento de condiciones que podemos, a pesar de todo, definir como “naturales” (“innaturales” en el sentido de desusadas, pero naturales porque reflejan una condición que sería normal según las “leyes de la naturaleza”) no puede evitar traer consigo una sensación de íntima alegría: el reconquistado coloquio con las fuerzas primordiales del mundo, el ponerse en contacto con una situación en la que ya no existe la poderosa y aniquiladora presencia mediadora de la maquina (o, mañana, de la computadora), la toma de contacto inmediata y no, como hoy siempre mediada entre hombres y mundo, entre hombre y hombre, entre hombre y naturaleza.

Y sin embargo esta relación íntima del hombre con la naturaleza es a menudo suscitada, precisamente allí donde se insinúan más fraudulentamente los gérmenes de artificio. He aquí otro episodio del que he sido testigo no hace mucho en Alemania, y que me parece característico de la otra cara del problema: en medio de un milenario bosque, a lo largo de las orillas de un antiguo y mítico curso de agua (¿el Fulda, el Werra?), vi que en determinado momento venía a mi encuentro en la niebla de un ocaso otoñal, elevándose sobre la superficie del agua, un cortejo de formas blancas que de lejos podían parecer vuelos de pájaros o inmensos e insólitos copos de nieve. Y los níveos y aéreos copos se posaban a mi alrededor, apagándose en un rebrillar de arco iris, dejando sobre mi rostro la huella químicamente innegable de la espuma, y en mi boca el inconfundible sabor del detergente.
Las aguas del río –luego me lo explicaron- estaban desde hace tiempo contaminadas, irremediablemente, por el abuso de detergentes químicos (provocados por las buenas amas de casa de la zona o por los desagües de alguna industria química). Ningún pez podía habitar en esas aguas aún azules y espumosas y en otro tiempo transparentes y ricas en plancton y en toda clase de animales acuáticos. Y, pese a lo que representaba, el espectáculo del había sido testigo (y víctima) estaba lleno de encanto: la nevada veraniega de copos blancos, su vuelo sobre el río espumoso en medio de la paz de la negra selva nivelúngica…
Encanto, desde luego, destinado a convertirse en pánico inmediato ante la idea de un futuro de muerte para todo animal quizá para toda planta…[1]
[1] DORFLES, Gillo, Naturaleza y artificio. Barcelona: Lumen, 1972. p. ¿?






“Creo entender lo que decías acerca de elegir la vulnerabilidad y la crítica a uno mismo. Intuyo que esa actitud puede hacer posible vivir sin el miedo a la crisis. Tenemos miedo y muchas razones para tenerlo, el problema es que lo tenemos por la razón equivocada, ordenamos los datos sensibles desde ese miedo, percibiendo equivocadamente.

Nuestro temor nos hace ansiar certezas, aunque sean impuestas, y la certeza que nos hacemos creer sobre nuestras relaciones emocionales es que la cercanía y la intensidad son inmaduras, hacen sufrir. Ser realista hoy es no confiar en nadie. Preferimos vivir instalados en la crisis que se nos diseña, la soledad e insatisfacción, a elegir nuestras crisis.

La comunicación, ampliamente entendida entre sujetos libres, posee el tremendo potencial de cuestionarnos, de que aprendamos y cambiemos en esa incertidumbre. Curiosamente, me produce mucho placer y alegría darme cuenta de que no hay certezas. Tenemos que ampliar la mirada y escribir los relatos de la crisis elegida por nosotros para hacer mundo desde la vida crítica. Es una incertidumbre que me empuja a construirme y a construir, en vez de a la pasividad y la renuncia seca de unas verdades falsas.

Elijo estar cerca.”

European Friendship / Telecommunication.[1]


[1] DE GONZALO, Martha y PÉREZ, Plubio. Relatos de una crisis elegida. madrid: Medialab, 2004. p. ¿?


REFLEXIONES DEL FUNZA